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Nueces al sol

Actualizado: 4 nov

(casa, mediados de octubre, 2025)


Hace un par de días me desperté enfurruñada conmigo misma. Hago el desayuno, abro la puerta del jardín y entra una brisa fría que huele a campo húmedo y a felicidad, pero no parezco darme cuenta de nada ni nada me consuela. Refunfuño al terminar una reunión de un proyecto que me encanta y refunfuño mientras estoy poniendo una lavadora. Empiezo a cambiar de sitio las pequeñas pilas de libros pendientes que voy creando casi sin darme cuenta por toda la casa. Las reordeno y las muevo a otros lugares para luego devolver casi todas al mismo sitio donde estaban, dejando que sigan creciendo inertes y altas. Los pilares se acumulan por temática, por ganas o por autoras. Recojo los lápices, los cuadernos y las partituras que he esparcido por la mesa del comedor e intento poner algo de orden para que ese orden me entre dentro. Limpio el polvo, paso la aspiradora, friego los baños y paso la fregona por toda la casa. Normalmente me da tanta paz terminar el zafarrancho semanal, que me enfurruño todavía más cuando esta vez no consigo el efecto deseado. Incluso he ordenado el estudio, que estaba repleto de cartones y trocitos de papel higiénico de uno de los proyectos que estoy haciendo con mis chicas este año. Tampoco encuentro consuelo ahí. Cuando voy a subir las escaleras, me fijo en la cesta de madera que sobresale de debajo de una de las mesillas. Y freno en seco. Esto es lo que ocurre. Saco la caja de su escondite y observo los guantes y el sombrero y me doy cuenta de que a lo mejor lo único que me pasa es que echo mucho de menos meter las manos en la tierra.

 

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Amanecer que cubre de niebla Cirueches, como si fuera un mar entre los cerros.

Canon EOS 1200D prestada. 

 

Octubre llega repleto de proyectos. Empiezan varios meses de mucho trabajo por toda la comarca. Sé que soy afortunada porque voy consiguiendo trabajar en lo que me apasiona desde y en el territorio rural; empiezo a ver desde el año pasado que el esfuerzo y la constancia dan sus frutos y ahora hay propuestas, ilusión y crecimiento esperándome cada semana. Atrás han quedado los años de la inquietud ética que tanto me pesaba respecto a mi trabajo, y hoy puedo decir con alegría que me dedico a lo mismo que hacía cuando empecé a trabajar, pero con mucha más seguridad y paz, como si un círculo se hubiera cerrado para volver al centro del mismo, colmado de sentido, arte y creatividad en medio de un gran paisaje. A pesar de todo ello, la llegada del cúmulo de trabajo y el hecho de que, precisamente por esto, he decidido no poner huerta de otoño ni de invierno, me está afectando. ¿Acaso vine aquí para llevar un ritmo acelerado y olvidarme de salir al huerto? Pero intento ser menos dura conmigo misma y aprovechar que sigue habiendo alguna tarea hortelana pendiente. Así que cojo el bote que voy llenando para la compostera con los restos orgánicos de casa, mis guantes, mi sombrero y salgo a caminar por los senderos que conozco cada día con más detalle para llegar al huerto. Porque bajar al huerto siempre es una buena idea.

Me pongo manos a la obra y descargo el enfurruñamiento llevando a la compostera el bote y las plantas secas que ya no dan fruto, como por ejemplo esas mil plantas de calabacines que ahora me parecen serpientes secas deshilachadas y me cuesta pensar que han dado tanto… desmonto las estructuras de las plantas de pepinos y las llevo también al montón anterior, donde también acumulo las plantas secas de las judías. Corto las caléndulas que han rebrotado desde mi anterior recolecta. Alcanzo todavía a recolectar algún tomate Cherry y miro con un poco de esperanza hacia las tomateras de donde aún cuelgan varios grandes tomates verdes que parecen empezar a amarillear. Recorro la reguera hasta la huerta de V., que me dio permiso antes de irse para ir a recoger nueces bajo la gran nogalera que hay al fondo de su huerto. Cruzo entre los ciruelos, observo las esparragueras silvestres y me lanzo a buscar nueces por el suelo. Ya he aprendido a recogerlas. L. me ha enseñado a leer rastros y a sospechar con criterio acerca de quién ha podido comérselas dejando por el suelo el cadáver de las cáscaras vacías… Los ratones le han dado un verano muy trabajoso a V., que me pidió con su sentido del humor habitual alquilarme varias horas al día alguno de mis dos hijos gatunos para que lo ayudaran con su situación ratonil. No pudo ser, porque resulta que los gatos tienen sus propias agendas, sus vidas campestres y sus planes diarios, en los que no suele entrar estar al servicio de las humanas. Es más bien al revés. Pero sí ayudé a V. a combatir con agua con jabón de potasa casero los trips que salieron en sus tomateras. Las mías también han tenido y hemos dedicado varias tardes del verano a esparcir el remedio por el revés de nuestras hojas de tomates. I., que sabe más que todas nosotras juntas, nos explicó con paciencia el remedio y nos pusimos a ello. En esas tardes aprendí que debía repicar las remolachas, cómo las semillas de las zanahorias se mezclan con arena de piedras finas para esparcirlas directamente sobre los caballones y que las hormigas no se lleven todas las que has plantado. También aprendí a hacer purín de ortigas para el huerto, caballones rectos, a “cavar” (término que se utiliza para referirse a retirar la vegetación que crece silvestre alrededor de los plantones y mantener el huerto aireado y despejado, permitiendo que ciertas plantas silvestres sí prosperen, como las caléndulas y los tagetes, cuyas flores atraerán a los polinizadores), a regar el huerto desde una reguera y respetando los horarios de riego, a sembrar plantas que devuelvan nutrientes a la tierra, a subir a casa cualquier elemento sospechoso que aparezca en alguna hoja o tallo para mirarlo bajo el microscopio y a no plantar cinco plantas de calabacines porque terminas convirtiéndote en calabacín (aunque siempre te quede el remedio de hacer ilustraciones al respecto...). Muchas lecciones. Miles todavía pendientes. Es una maravilla habitar un espacio que te llena de crecimiento al mismo tiempo que te recuerda todo lo que te falta por recorrer.

 

Me acerco al tronco del nogal y es cuando me doy cuenta de la silla que hay reposando a la sombra de sus ramas. Los huertos de este pueblo suelen tener sillas, especialmente el de V., que las va colocando estratégicamente para ir encontrando descanso cuando recorre sus dominios. Me siento en la silla y cierro los ojos. Todo está bien. Ya no hay enfurruñamiento, ni prisa, ni nada. Me veo a mí misma transformándome en nuez, aquí, entre las hojas secas, desprendiéndome de mi ruezno para dejar que el sol me toque y me seque y me convierta en alimento de cosecha.

 

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 Huerto de V., la silla bajo el nogal.


Ser nuez

Quizá por esto me gusta tanto el otoño: porque me abriga de una forma muy sutil. A veces, en medio de una clase o mientras paso de página el libro que estoy leyendo en el jardín por la tarde, me invade una ola de tristeza aguda que me nace en el pecho y se extiende hasta mi intestino, en una zona emocional y físicamente irritada por los años, por las restricciones alimenticias innecesarias, extremas e infundadas a las que me llevé a mí misma, el estrés constante y el hambre de quien ya no sabe qué más probar para llenar un vacío extraño que había terminado convirtiéndose en parte de ella misma. Nunca pensé que lograría encontrarle significado, creyendo que tenía que ver con algo más allá de mi propia materia. Aún me invade la vergüenza o, mejor dicho, el pudor de quien fui, aunque siempre termina calando en forma de tristeza. Al mismo tiempo, abrazo a la niña que creció en una casa donde no podía ser comprendida y donde no supo encontrar consuelo. De esa casa también salió quien supo darme la mano y abrirme la puerta, sacarme de la oscuridad que ya había asimilado como mía.


La vida entera puede transformarse en solo un instante de luz.


Cuando me invade ese escozor pasajero, retumban en mi cabeza muchas frases, muchos momentos que ahora tienen sentido, pero que en su momento no lograba encajar ni descifraba su resonancia. Sentada bajo la nogalera esas palabras bailan y se agitan, brotan y desaparecen con la brisa que recorre las hojas del nogal. Sus colores me recuerdan que la vida es pasajera y los instantes se esfuman y la existencia se derrite rápido y por eso hay que devorarla sin miedo y disfrutarla y sentirla y serla. Se me ocurre que a lo mejor yo he venido al mundo sencillamente a sentarme en esta silla y a ser nuez que toma el sol sin ruezno que la cubra en el huerto de una persona buena. Me encantaría haber podido comprender esto antes, haber sido capaz de alejar con más fuerza la crueldad de un mundo que no permite la diversidad y castiga la diferencia, el delirio de unas explicaciones mágicas imposibles que me sumían en una profunda y constante angustia. Me gustaría no saber a qué sabe la rabia silenciosa de quien siente que no ha tenido derecho a tener voz. Me encantaría no tener que convivir con la sensación de haber malgastado años de mi vida.

 

Pero aquí estoy, escribiendo estas palabras mientras una bolita peluda y ronroneante me pide atención mordisqueándome los dedos de los pies y jugando con mis calcetines de osos, el bizcocho recién hecho se enfría sobre la encimera de la cocina y baña con su aroma el salón, la masa madre crece con la harina con la que la he alimentado hace un rato, el cuaderno reposa sobre la mesa repleto de bocetos e ideas y el teléfono se ilumina por la llegada de un mensaje de amor.

 

A lo mejor  (y solo a lo mejor), ser nuez en el huerto compensa cada paso del camino, calma los bosques abrasados de mi pasado, me hace comprender que nací de un árbol alto, rodeada de ramas y de hojas, sintiéndome una extraña porque yo realmente era nuez que debía lanzarse hacia el otoño, envolverse en sus colores, rasgar su cobertura y yacer tranquila sobre la hojarasca mientras toma el sol una mañana cualquiera en el huerto tranquilo de un pueblo calizo y precioso. El otoño envuelve esta elección brillante de vida en la que siempre habrá una silla en el huerto esperándome donde podré sentarme sigilosamente y agradecer cada encuentro habido y cada paso dado, porque sin todo ello quizá no estaría aquí hoy, colmada de paz horneando pan del trigo de un campo vecino entre nueces y al sol.

 

“(…) En Jándula, las lágrimas brotaban de un color diferente dependiendo de la emoción: rojas de amor, azules de tristeza, negras de dolor, amarillas de alegría… En las lágrimas de Fuensanta le parecía apreciar un ligero tinte morado, así que se dijo que todo estaba bien, que no eran de amor. Si María hubiera sabido que eran el cian y el rojo los que formaban aquel color, no se habría quedado tan tranquila. (…)”

 

La península de las casas vacías, David Uclés

 

 

 
 
 

1 comentario


Zekamika
18 nov

Mola que esa ola de tristeza aguda acabe disipándose en la playa. Llámese esa playa nuez, tierra o luz de otoño. O todo eso junto. Surfear esas olas puede ser una actividad de muy alto riesgo.

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