Verde quejigo
- María Giménez-Arnau
- 21 ene
- 3 Min. de lectura
(Jardín de casa, junio 2024)
El quejigo (Quercus faginea) tiene un verde nuevo. Es un color común apareciendo de repente de una manera milagrosa. Habla de crecimiento, de expansión. Está contento. Debe ser a causa de haberse librado de aquellas ataduras que lo envolvían. Eran unas persianas viejas que le pusimos alrededor del tronco para que los trabajos de la obra no lo dañaran. Aunque hicieron su función, se le nota la alegría de haberlas retirado. También se nota que no carga la presión de un montón enorme de piedras que llevaba soportando vete tú a saber cuántos años. Muchos. Cuando saqué todas las piedras fuera del jardín me lo agradeció. Y ahora hay un espacio limpio y amplio donde da la sombra por las mañanas y una se siente recogida, casi invitada por el mismo roble a disfrutar de su compañía. No sé si él disfruta de quienes aceptamos su oferta y nos sentamos a su lado, en la gran piedra donde hunde sus raíces o en la silla de mimbre que tiene esos cojines extraños que encontré por el trastero y que ahora no concibo que estén en otro lugar que no sea ese. Bajo el quejigo.
La vida nunca acaba, ¿hasta que acaba?
El quejigo crece, el jardín va recuperándose de las fechorías de una obra muy larga. Yo también. Siempre pensé que mi vida empezaría realmente cuando llegara a esta casa. Pensé que algo acabaría para dar paso a un comienzo. Y de muchas maneras así ha sido, pero realmente la vida solo ha seguido, ha crecido, como hacen las ramas del quejigo. Es cierto que hay ramilletes de un verde explosivo saliendo de ramas que podé durante el invierno. La vida nunca acaba. Esos lugares de mi cuerpo y de mis sentimientos que podé tampoco acaban, crecen, reverdecen, se expanden. Yo pensaba que acabarían, pero una misma no acaba. Como la vida, sigue. Pensé que acabaría muchas cosas antes de empezar. Pero se empieza siguiendo, se sigue empezando, constantemente. Los caminos se entrelazan, las vivencias se acumulan, pero también se enseñan las unas a las otras. Las palabras se van ordenando y en el jardín ya hay más de tres macetas. La tierra no está preparada todavía para trasplantes. Cuando llegué, estuve tardes enteras picando la tierra por trozos. Estaba totalmente compacta, dura; era un erial sin derecho a llamarse jardín. Fui abriéndola y removiéndola para que se oxigenara, para que la vida pudiera entrar en ella. Siento una felicidad profunda al ver cómo las hierbas silvestres invaden pequeñas zonas de verdes nuevos. Hay incluso flores. Siento que yo les he abierto paso, que sé cuidar de la tierra, aunque solo esté empezando. Y siento que todo aquello que le pasa a esta madriguera (estar compacta, poder abrirse, respirar y florecer), me está pasando a mí también. A mí dentro de ella.

La abubilla se posa sobre las ruinas por las mañanas. Los jilgueros vienen por las tardes. Cada vez es más sencillo ir conociendo a mis vecinos alados. Pero me queda mucho. Porque aprender nunca acaba. Aprender y vivir se dan la mano, se siembran, se riegan y echan raíces en el jardín, siguen juntos; nunca acaban. Algún día, cuando el roble siga creciendo y yo ya no esté, toda esa vida y ese aprendizaje seguirán también. Aquí, en el campo. Y descansaré sobre este verde de quejigo, este verde que no acaba.





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